Viejos personajes de la Chaira

TerraChaXa
Colaboración de Manuel Rivas
afilador
3 Sep 2025

Ya llegaron los días de las fiestas grandes de la Chaira: El San Ramón.

Los que llevamos tiempo peinando cañas recordamos con cierta nostalgia aquellos años sesenta cuando Vilalba era noticia y mismo salía en el telediario nacional por los excepcionales festejos sanramonianos. Corrían los años sesenta y se inauguraba a bombo y plato el Parador nacional de los Condes de Andrade. Grandes orquestas, cine, ballet ... No faltaba nada que envidiarle a las mismas capitales de provincia. Pero esos tiempos fueron excepcionales y, como es lógico, no podían durar siempre. Vilalba volvería a la “normalidad”, a unas fiestas más sencillas, pero no menos entrañables y acogedoras para propios y allegados.

Especialmente concurrida era a feria de San Ramón, que venía celebrándose el primer domingo de septiembre si no caía en día uno. Los puestos estaban muy desparramados por las calles y plazas del centro. Recuerdo que por donde está la famosa pravia había puestos de manzanas, peras, melocotones, ciruelas, etc. Mi abuela, la muy pícara, pedía la prueba en distintos sitios y me daba también a mí. Al fin y a la postre terminaba devorando y saboreando dos o tres piezas, que sabían la gloria y, como era niño, nadie me negaba.

En la plaza de la Pravia también acostumbraba a asentarse un afilador ourensano, el “Manoliño” que echaba allí el día pedaleando para mover la muela que afilaba cuchillos, tijeras, fouciñas y fouciños. Tenía una cara redonda, bien curtida por el sol y unos ojos saltones, como los personajes que inmortalizó el gran Castelao.

Otro tipo de personaje que recuerdo es "Doña María, la curandera”, que aparece citada en “Escuela de menciñeiros" de Álvaro Cunqueiro. Recuerdo allí aquella mujer ya mayor tras un pequeño puesto tratando de curar las dolencias de la gente que allí acudía buscando remedio a sus males. Tras escucharlos, echaba mano de alguno remedio casero que guardaba en la colección de frascos pequeños que escondía y que eran fruto de la recogida de hierbas y plantas medicinales sobre las que se informaba en algunos libros y con los que iba elaborando el remedio. Su limitada ciencia y la fe de los concurrentes lograban la curación de pequeñas dolencias. Pero además de esto, también tenía una extraordinaria vena poética. En una ocasión tuve la oportunidad de mirar por encima un cuaderno con algunas poesías hechas por ella y quedé sorprendido. La buena de la curandera desapareció del espacio público y murió poco después.

En la feria del San Ramón también me había presentado mi padre un hombre que me impactó mucho. No recuerdo el nombre ni el lugar preciso de donde era. Creo que vivía en los límites entre dos parroquias, pero no sabría localizarlo. Físicamente, era un chico más alto que la media, serio, con pelo negro y grandes entrantes en la frente y vestía colores oscuros. Yo aún era muy joven y me doblaba en altura. Tenía que mirar para arriba para hablar con él. Tenía la son de trabajador honrado y solidario con los demás del entorno.

Tengo que confesar que la primera vez que lo vine de cerca y hablé con él, me produjo cierto horrorizo porque yo ya era conocedor de sus “particulares visiones”. Era muy sociable. Iba de vez en cuando a la taberna a tirar la partida con los amigos y beber un trago de vino. Y hasta aquí todo era rutinario excepto una rara “calidad” que consistía en ver lo que el resto no vía, tanto en pleno día, como de noche. Segundo decían, no presumía nada de eso; por el contrario, era muy reservado y había que tirarle mucho de la lengua para que desvelara los secretos.

Era capaz de ver entierros de vecinos de la parroquia con una antelación de meses y mismo de un año o algo más antes de que realmente ocurriera. Tiene apartado a los acompañantes había sido del camino para que dejaran pasar el entierro. Alguno que no hizo caso, llevó una desagradable sorpresa. ¿Cómo conocía el difunto? Entonces el ataúd se llevaba en hombros durante todo el trayecto de la casa a la Iglesia por familiares y amigos. En los cruces de caminos, el cura, que iba detrás, rezaba un responso por el difunto y pronunciaba su nombre. Eso le permitía saber de quién se trataba.

Cierta vez dio con un cura escéptico de la Chaira que estaba de profesor en Mondoñedo y se rió de sus “visiones”. Apostaron una cantidad importante de dinero. Antes de un año, el dicho reverendo acudiría a un entierro a la parroquia. De no venir, sería él quien perdiera la apuesta. Aún no había pasado el año cuando la hermana del cura tuvo un parto complicado en el que había muerto el recién nacido. Había que darle sepultura en su cajita blanca. ¿Adonde acuden? Tenían panteón en la parroquia del visionario. Era el mediodía y ya habían finalizado el entierro. Por allí pasaba con el ganado que traía de pacer el citado hombre. Saludó y le dio el pésame al cura y familia y luego, en un aparte, se dirigió al cura para recordarle que aún faltaba mes y medio para cumplirse el plazo dado de la apuesta hecha.

Eran otros tiempos en los que aún no estaba electrificado el rural y los caminos estaban casi intransitables. Con la llegada de la civilización, se ganó mucho, pero también se perdió la magia y el misterio que envolvía la niebla del tiempo. Era otro mundo.

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